lunes, 9 de agosto de 2010

Mi día comienza como a las 11

En esta casa poblada de extraños, de ruidos familiares, trifulcas caseras y remilgos de una solterona asalariada, mi día empieza tarde, libre ya de la letanía del hospital y del pulular de la gente. Extraño la caída del sol en mi hemisferio, y no por ese toque romántico que toman las luces de infinitos matices que iluminan las nubes bermejas que a veces dejan escapar un rayo rectilíneo que hace una alfombra de luz al magnifico trono del sol que lánguido del hastío de soportarnos se esconde en el horizonte; sino por que anochece más pronto.
Existe un pacto entre la oscuridad y yo, un pacto lleno de secretos, de furtivas lágrimas, de sonrisas absurdas y susurros aviesos, ella me responde con enigmáticos murmullos y con elocuentes silencios. Largos silencios en los que Luder oía el latido del corazón del tiempo, en los que oigo las voces de mis recuerdos, del las que huyo para no sucumbir a la nostalgia.
La noche cómplice, colmada de íntimos placeres, momentos en los que entra el rigor el pacto de no violencia entre mi soledad y yo, y me hago uno con el mundo, que sin nosotros puede ser un lugar hermoso... y aún con nosotros.
Se oye el canto del mar Cantábrico y el sutil murmullo del viento del este, que a ratos se perturba por un auto norctámbulo o el caminar descompasado del un borracho, que vomita sus entrañas extasiado de tanta belleza. El cielo me recuerda a Lima en lo mezquino, mostrado escuetas mercancías de estrellas y lunas amarillas por el capricho del cielo, lunas que parecen pinceladas por Dalí para que dos criaturas absurdas hagan el amor en un despeñadero.
El día y en verano es insoportablemente previsible, siempre intentando parecerse a algo, algo sacado de revistas de contenido cero para gente de contenido cero. Cuerpos perfectos que no reparan en el brutal esfuerzo que les demanda ser tan ordinarios. La gente reunida en bares repletos, sin espacio para las sombras que se esconden bajo las mesas. Charlas vacías como la palabra de un mimo que trata de vestirse de bufón, de mujer fatal, o de comentarista deportivo, pero no deja de ser mimo.
Tras el final del crepúsculo, en cambio, reina el secreto y la incertidumbre, las sombras salen de sus escondrijos y danzan al compás del reflejo de la luna transfigurada entre el mar y los escollos, hacen pausas al remanso de los faroles a media luz y cantan canciones de amor a las piedras, al mar y al recuerdo.

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