sábado, 14 de agosto de 2010

Ají limo


Hace un par de días salí de casa dejando antes comida congelada volviendo a la vida en el microondas. Salí de casa en busca de un ají limo. No soy amante del picante en la comida, sin embargo muchos de los platos de casa usan en pequeñas cantidades ají como condimento, que con una pizca de nostalgia pueden convertirse en ambrosía. Hurgando en mi memoria fui en busca de una tienda cuya dirección había perdido en un mandil del hospital.
Meses atrás atendí a un compatriota en consultorio de urgencias, quien acudió a la consulta por una molesto problema ahí por donde el ser humano suele dar lo mejor de sí. Tras ser intervenido por un cirujano y volver a cagar sino con placer quizá con satisfacción, supongo que este hombre me tendría en sus oraciones. El destino decidió que nos encontremos de nuevo, afortunadamente para mi, con un buen recuerdo de por medio. Nos reconocimos de inmediato, quizá en el Perú hubiese sido fácil de olvidar esa cara, pero por acá la combinación de piel morena con un menudo y abundante pelambre cano, metro y medio de estatura, panza de trillizos y sonrisa campechana no pasan desapercibidos.
Luego de intercambio de saludos y la presentación con otro peruano con quien se estaba hidratando en un escaño del Paseo Burgos tuvo a bien mostrarme donde me podrían dispensar la tan ansiada especia. Llegamos al establecimiento, pero el tendero colombiano andaba desabastecido de ajíes (por acá se te hace evidente que las diferencias entre nuestro vecinos sudamericanos se diluyen en un mar de coincidencias) por lo cual, y aceptando la generosa invitación de mi nuevo amigo, fui a almorzar su casa.
Ya en su departamento me mostró orgulloso una ostentosa ruma de latas de cerveza, destinadas al comercio clandestino (se necesita permiso para cualquier actividad lucrativa). Me senté a la mesa con otros dos comensales amigos de mi anfitrión. Se desempeñaba uno como guardia de seguridad y otro andaba "en el paro", frase con que se entiende que se está sin trabajo y se vive a expensas del gobierno.
Oí historias de alegres y tristes de gente que busca tener algo más que nada, de ladrones timadores a quienes por desesperación o inocencia terminaron sucumbiendo, de trabajadores que salen adelante luego de decidir no mirar hacia atrás, gente que sale de su patria pero que no logra sacarse a la patria de adentro, historias de amores frustrados que por pudor se contaban a medias, historias de resignación al destino de quien vive convencido de portar un estigma étnico, social y cultural; y es que estos comensales no estaban rotos pero si cuarteados, compartían sus soledades y aturdían sus añoranzas en una lata de cerveza.
Las viandas llegaron a la mesa con olor a barrio, a loza deportiva con parlante chichero, a callejón de un solo caño y que me saquen un buen cajón. No puedo describir el placer que me produjo ese pollo frito macerado en hierbas, ajies y nostalgias. Antes de despedirme, mi anfitrión me regaló una bolsa llena de ajíes congelados. Yo a cambio me comprometí a publicitar los frutos de esas manos bendecidas.

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