sábado, 18 de abril de 2015

Desahogo 1

La soledad
Me gusta tener amigos. Disfruto de buena compañía. El problema radica en las definiciones.
Tengo una famélica capacidad para socializar. En mi nueva rotación, donde alterno con enfermeras, técnicas y camilleros, claro, y coleguillas a quienes apenas conozco, me siento abrumado. Quiero hablar con ellos, pero no tengo idea de que. Es evidente que ellos no se interesan mucho en hablar conmigo. Nadie trata de desarrollar un tema que rebase ínfimamente en la cotidianidad, y su cotidianidad no es la mía. Llegó una nueva médico, una rubia al pomo algo envejecida que me resulta infumable de lo agria y estúpida. La opinión del resto, sin embargo, difiere polarmente de la mía. Aparece y con enorme facilidad, se mezcla con el entorno que la acoge en su seno con una pasmosa naturalidad.
No es que yo esté mal, es que la situación es así. Ya está. No puedo hablar de cosas en las que jamás pienso, ni en la fiesta de la niña… es que ni recuerdo más ejemplos. Y ese abismo que me separa de mis semejantes y me asila me genera tristeza. Me gusta estar solo la mayoría del tiempo, pero no me gusta sentirme aislado.
Tengo que sonreír más? Tengo que interesarme en los detalles cotidianos mezquinos de la gente? No lo se. Pero no me gusta la idea.
Es fatigante el solo hecho de encarar el problema en su minúscula dimensión, y saber que es una piedra con la que me vengo tropezando desde que tengo uso de razón.

miércoles, 8 de agosto de 2012

LA VIDA ES UNA MIERDA

Estoy en una época de remanso, de comodidad; haciendo lo que espero seguir haciendo toda la vida. Interpreto imágenes, y estoy parcialmente protegido de las desgracias de rodean a mi infausta profesión que cada día me convence más que luego de esto no hay nada más, y que de existir un creador, por lo menos tiene un sentido del humor bastante negro.
Es ostentoso hablar de amigos, es como hablar de tesoros que casi nos pertenecen, pero bien podría decir que por aquí me resultó bastante sencillo hacer buenas migas con varias personas.
Entre estas  está Juan, un medico peruano que llego en época de bonanza y se supo colocar en el hospital donde trabajo siendo médico general, y se gana el sueldo en consultas de urgencia de cirugía y procedimientos menores. Un buen tipo, con un castellano criollamente sazonado a la peruana. Me gusta conversar con él,  me divierten enormemente sus comentarios perversos para cuanta dama de esféricas cualidades se le cruce al frente. Casado y con hijos, enviaba dinero a la patria y allanaba el camino para reunirse con la familia que ya venían en camino. -Se me acaban las vacaciones, maestro-, me decía cuando con una resignada pero sincera sonrisa hablaba del muy próximo arribo de su mujer y sus niños.
Bajo la tutela del Dr. Bustos, lentamente voy digiriendo las crípticas imágenes tomográficas, que una a una, anónimas e impersonales, van llegando en el trascurso de la mañana. A media mañana llegó Juan por el servicio, con un pantalón rojo mariconísimo, que no escapó al comentario burlón y pendenciero que asimiló con buen humor. Llegó con la petición de un estudio tomográfico que al principio parecía poca cosa, parte de la rutina. No se veía muy importante, dolorcito inespecífico, analítica normal. Sin embargo, la sonrisa amable de Juan se volvió una mueca indescifrable fuera de contexto, a medida que el radiólogo le describía los hallazgos de la imagen: una masa de mal aspecto (lo que se dice cuando no se quiere decir cáncer), al parecer diseminada de presunto origen anexial. Es cuando me percaté que no era una paciente que mantendría ese cómodo anonimato que hace de la radiología una de las especialidades más tolerables. Era la mujer de Juan que, casi bajada del avión, aprovechó a hacerse un chequeo por un dolor abdominal persistente. Es cuando esa mueca de Juan fue tomando forma, una sonrisa fea que contiene como un dique un grito de entrañas desgarradas, una estampa grotesca de dolor que impregnó el ambiente de un luto prematuro, más aún cuando una ginecologa imbécil, llegó hablando más de la cuenta, quizá sin mala intensión, pero con la impertinencia de un payaso en el corredor de la muerte.
Luego de esto, el Dr. Bustos se disculpó conmigo, y me dijo que por hoy, no tenía más ganas de informar nada. Yo le di toda la razón.


La vida es una mierda

miércoles, 30 de mayo de 2012

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Una parte importante de hacer feliz a quienes te rodean implica censurar cosas que piensas.
Me hago viejo, eso lo noto desde hace poco tiempo. Me vuelvo maduro, calculador e impersonal. Eso me desagrada mucho, muchísimo, solo que ahora estoy más convencido que es lo normal y que usar una careta es menester.
Resulta insólita la forma como uno puede acoplarse en sociedad con una máscara, te diluyes y confundes con todos y llegas a casa y te siente casa día menos tu. Enciendes el televisor y te acostumbras a ver lo que todo el mundo, le sonríes a todos, menos a tu propia conciencia.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Te encantalá


Hay algo que pienso a veces en mis momentos de lucidez. Si en una escuela primaria extraterrestre la señorita Zoilberg les pide a los pequeños alienígenas que dibujen un humano, estos definitivamente dibujarán un Chino (salvo los despistaditos o los muy listos que dibujarán un perro o un gusano).
Y es que a pesar que, dependiendo donde hayamos nacido o vivido la mayor parte de nuestra vida, creamos que el fenotipo habitual de la especie corresponde a esta gente, pues no, los humanos son, es su mayoría, chinos.
Hace algunas décadas, los inmigrantes chinos estaban confinados a guetos y locaciones específicas; incluso sus oficios y profesiones eran predecibles. Los chinos llegaban para poner un chifa (así se les llama a los restaurantes de comida china en el Perú), una ferretería o una tienda de abarrotes, y no les era infrecuente tener un médico en la familia. Sin embargo, la inclemencia del trabajo de esclavo en que se basa el boom económico Chino, ha ido masificando la emigración, así como el florecimiento económico de los inmigrantes de antaño que les permitió acceder a todo círculo social y a toda una nueva gama de oficios y profesiones, a las que supongo deben haber accedido para evitar competir con sus congéneres, habituados al trabajo excesivo e inmisericorde. Y es así que, por aquí en tierras ibéricas, si es muy temprano o muy tarde, sábado, domingo o fiesta de guardar donde la totalidad de los comercios locales están cerrados, las emergencias domésticas son trabajo para "el chino".
Hace un par de meses estuve en busca de una peluquería. No me gusta cortarme el pelo, es una de las muchas cosas que detesto hacer, pero ya estaba bastante impresentable, tal así que en una ocasión intentaron ofrecerme limosna. Yo, indignadísimo, tomé la limosna y partí en busca de una peluquería.
Como lo mejor que se pude hacer en estos trances amargos es terminarlos pronto, entré en la primera peluquería que se me cruzó. No fue poca mi sorpresa cuando en vez de travestidos mal afeitados y sobremaquillados, o dominicanas con sobrepeso bamboleando sus mofletes al vibrante son del reguetón más carcelario, vi a unas chinas.
Los chinos de aquí no son como tu amigo "el chino" que es más criollo que el Sambo Cavero, son gente reservada que apenas si hablan castellano y con quienes crees que te estas comunicando cuando en realidad solo están pendientes de que entiendas el precio de sus productos y que no te robes nada.
La cosa es que antes que salga de mi asombro una chinita me tomó del brazo y me condujo a un asiento al que accedí dócilmente. Me preguntó como quería el corte; yo, como es habitual en estas situaciones, no tenía idea, así que solo atiné a decirle que no muy corto.
Y fue cuando la oriental en cuestión hizo algo me que dejó pasmado: me cortó en pelo mirándome la cabeza en todo momento. Si, se concentró en su trabajo y hasta dio la impresión que procuraba darle trato personalizado a cada pelo. Nada de pasársela chismorreando con el marica del costado, ni rumiando la canción que suene por la radio. Calladita terminó su trabajo y me dijo con dulzura: que timpático! a la vez que me mostraba su trabajo en el espejo.
La cuestión es que fueros muchas las ventajas: me atendieron pronto, no tuve que soplarme las insoportables conversaciones de peluquería, no me taladraron los oídos poniéndome reguetón, bachata o cualquiera de esos subgéneros tropicales indigeribles, me cobraron menos de lo usual y me regalaron un caramelo de cortesía. Al final salí apenas insatisfecho de la peluquería, lo cual es un saldo notablemente positivo para después de cortarme el cabello, porque, como mencioné hace un rato, no me gusta cortarme el pelo.