Estoy en una época de remanso, de comodidad; haciendo lo que espero seguir haciendo toda la vida. Interpreto imágenes, y estoy parcialmente protegido de las desgracias de rodean a mi infausta profesión que cada día me convence más que luego de esto no hay nada más, y que de existir un creador, por lo menos tiene un sentido del humor bastante negro.
Es ostentoso hablar de amigos, es como hablar de tesoros que casi nos pertenecen, pero bien podría decir que por aquí me resultó bastante sencillo hacer buenas migas con varias personas.
Entre estas está Juan, un medico peruano que llego en época de bonanza y se supo colocar en el hospital donde trabajo siendo médico general, y se gana el sueldo en consultas de urgencia de cirugía y procedimientos menores. Un buen tipo, con un castellano criollamente sazonado a la peruana. Me gusta conversar con él, me divierten enormemente sus comentarios perversos para cuanta dama de esféricas cualidades se le cruce al frente. Casado y con hijos, enviaba dinero a la patria y allanaba el camino para reunirse con la familia que ya venían en camino. -Se me acaban las vacaciones, maestro-, me decía cuando con una resignada pero sincera sonrisa hablaba del muy próximo arribo de su mujer y sus niños.
Bajo la tutela del Dr. Bustos, lentamente voy digiriendo las crípticas imágenes tomográficas, que una a una, anónimas e impersonales, van llegando en el trascurso de la mañana. A media mañana llegó Juan por el servicio, con un pantalón rojo mariconísimo, que no escapó al comentario burlón y pendenciero que asimiló con buen humor. Llegó con la petición de un estudio tomográfico que al principio parecía poca cosa, parte de la rutina. No se veía muy importante, dolorcito inespecífico, analítica normal. Sin embargo, la sonrisa amable de Juan se volvió una mueca indescifrable fuera de contexto, a medida que el radiólogo le describía los hallazgos de la imagen: una masa de mal aspecto (lo que se dice cuando no se quiere decir cáncer), al parecer diseminada de presunto origen anexial. Es cuando me percaté que no era una paciente que mantendría ese cómodo anonimato que hace de la radiología una de las especialidades más tolerables. Era la mujer de Juan que, casi bajada del avión, aprovechó a hacerse un chequeo por un dolor abdominal persistente. Es cuando esa mueca de Juan fue tomando forma, una sonrisa fea que contiene como un dique un grito de entrañas desgarradas, una estampa grotesca de dolor que impregnó el ambiente de un luto prematuro, más aún cuando una ginecologa imbécil, llegó hablando más de la cuenta, quizá sin mala intensión, pero con la impertinencia de un payaso en el corredor de la muerte.
Luego de esto, el Dr. Bustos se disculpó conmigo, y me dijo que por hoy, no tenía más ganas de informar nada. Yo le di toda la razón.
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