No quiero ser redundante porque hace algún tiempo hable al respecto, pero la cosa es que bastaron un par de semanas para comprender que había caído en un mal sitio, que la gente que me rodeaba no me quería, y por supuesto, yo no los quería a ellos, y que tenía que huir pronto de ese lugar en salvaguarda de mi salud mental.
Me sobrepuse a los primeros embates de todos contra uno, incluidos cuchicheos en los pasillos y desplantes de una adjunta obesa, bigotona, miserable; ama y dueña de la verdad, empeñada en hacer medicina interna desde un monitor y obstinada en controlar todo y a todos a su alrededor, y de quien me encargaré desmenuzadamente quizá en mi próximo post.
Una vez más mi consabida rebeldía no fue mi mejor aliada, pero no tenía ya mucho dinero, y ya estaba consumido emocionalmente luego de abandonar las cosas que mas quiero y reconciliarme con mi soledad, de quien procuro huir, sin mucho éxito, desde la adolescencia; así que a tolerar, y si se puede, a aprender alguna cosa en el proceso.
Ahora ya con las arcas medio llenas y con un rótulo de indeseable destellándome en la frente, apenas atravieso las puertas del servicio, cuento los días de fuga. Si bien antes de mis vacaciones en Perú donde el afecto me resultó algo extraño, casi como un vago recuerdo al que me acostumbre de inmediato, me había comenzado ha habituar a ese entorno hostil de mi servicio y a ganarme un lugar dentro de la jauría; de regreso estaba seguro que no quería volver ahí. En mi viaje de retorno al Gulag había unas ideas parásitas revolviéndome los sesos de las cuales llegue a dos rotundas conclusiones: 1.- Prefiero trabajar en una posta en la punta de un cerro en mi país que dedicarme toda la vida a esto; y 2.- No podré pasar cuatro años de residencia entre esta gentuza sin envenenar a alguien.
Parto en Julio para Madrid, casi después de presentar una comunicación en el congreso de Bilbao, para el cual me vengo entrenando para eludir cada tomate, piedra o escupitajo que parta desde la audiencia.
Ata logo, Santander
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