Cuando la gente padece maltratos, burlas, humillaciones, entre otras vejaciones, suele reaccionar de dos formas: romper la cadena y procurar evitar al prójimo el sufrimiento recibido o, la opción amplísimamente preferida: desbordar toda la saña contenida sobre aquellos a quienes por fuerza o jerarquía puedan aplastar.
Hace muchisimos años un día lluvioso, trajo la cigüeña al hogar de un humilde sastre una pequeña niña, toda rubia, de cabello ensortijado, ojos verdes como el prado húmedo de una mañana de primavera y apetitosos mofletes que eran la delicia de sus padres. El matrimonio bendecido desbordaba en felicidad, nadie era indiferente al brillo dorado de aquellas crines y al embrujo encandilado de una sonrisa casi desdentada; sus paseos eran una procesión de curiosos que se atropellaban para ver la belleza deslumbrante que acompañaría sus primeros pasos. Fue, sin embargo, la misma naturaleza caprichosa que la dotó de tantos dones la que sistemáticamente los fue corrompiendo, pasando de una gordura graciosa a una obesidad grotesca, de unas mejillas sonrosadas al rojo inflamado del acné complicado; sus ojos cetrinos, quizá el último baluarte estético de ese rostro estragado se ocultarían tras gruesas lentes de relojero, y a su comisura labial la bordaría una poco sutil mata de cerdas rubias.
Los seres humanos somos inclementes con las diferencias, mucho más cuando niños; aprovechando la coyuntura para desmitificar la frese de que "no hay niño malo", pues los hay, y de muy mala entraña. La criatura fue enviada por los padres a un colegio de monjas a las afueras de pueblo para evitar el escarnio y las burlas de los niños. Gran error, pues las niñas, más aún potenciadas dentro de un ambiente represivo de triple moral como es el mundo de las monjas, pueden tener una crueldad siniestra, destructiva e inmisericorde. Excluida siempre de cada grupo se empeñó en destacar académicamente, levantando la mano para emitir comentarios solemnes que a nadie (incluyendo los profesores) le interesaba oír, o con la respuesta en la punta de la lengua a toda pregunta de clase, sacudiendo su brazo gordo con un torpe entusiasmo; hecho que no motivó las mejores simpatías entre sus compañeras. En los grupos de trabajo era ignorada adrede solo para enfurecerla, sus temidas salidas hacia el pizarrón eran acompañadas de un cortejo de gruñidos o mugidos cunado no era directamente llamada puerca; era sospechosa de cada flato o hediondez, cuando no automáticamente inculpada sin tribunal ni defensa. Ella lo aborrecía, aborrecía a sus compañeras que miraban entre sonrisas socarronas y comentarios susurrados sus ropas retocadas para albergar sus carnes exageradas; a las monjas, que en clase de matemática la ubicaban en el conjunto unitario de gorditas rubias y con lentes; a sus padres, antes rendidos a su candor y ahora repugnados por esa nefasta metamorfosis. Estudiaba obsesivamente, quería ser médico para ser respetada, para ser admirada. Culminó la secundaria aplaudida sin entusiasmo por las alumnas prestas a irse a la fiesta de fin de curso, a la que, por supuesto, no sería invitada; o, como ya en otras ocasiones, lo sería, pero en dirección a un lote baldío o a la calle de los yonquis, paraje nefasto donde su repelente apariencia y no la del santo que traía colgado en el cuello y que mordisqueaba con vehemencia al sentirse en peligro, la mantendría a salvo de los apetitos carnales de los parroquianos. Ingresó a la facultad de medicina de la universidad local, lugar donde se sentiría más a gusto, su carácter hostil y explosivo no la hacían muy popular entre el cuerpo estudiantil, pero al menos era ignorada. Había logrado un remanso en su vida luego de esos interminables años de escuela, hasta aquel día nefasto en que se le cruzó aquel chico alto que saludaba a todos con simpatía. Esto era algo para ella tan ajeno, tan nuevo que simplemente lo sintió con romántica deferencia. La cruel naturaleza volvía a ensañase con la criatura extraña quien tuvo, de pronto, un violento pulso hormonal brotado de esos ovarios como racimos de uvas, de esa hipófisis adormilada; señales químicas a las cuales no se había enfrentado antes y que no comprendía ya que a esas alturas eran pocos los sentimientos de afecto que sabía procesar. A partir de entonces y para siempre la imagen ese muchacho brotaría recurrente con cada pensamiento y su sola presencia casi doblegaría ese corazón amargado. La pobre mujer estaba enamorada, con un sentimiento obstinado, infatigable y absurdo; y es así como año tras año procuraría sumarse a cada comisión de trabajo, cada grupo de estudio, cada hora del almuerzo, cada momento y lugar donde Julio estuviera presente. El muchacho que, si bien se sentía invadido por ese esperpento impertinente que a cada momento se le aparecía con esa mueca desquiciada que era su sonrisa, no podía evitar sentir cómodamente como su voraz empecinamiento la empujaba a hacer siempre la parte de los trabajos que correspondía a ambos, y siendo naturalmente tolerante y conciliador, optó por superar las arcadas que al principio le producía saludarla y tener que soportar sus conversaciones interminables, su verborrea atropellada y sus tópicos recargados en detalles insulsos, a cambio de allanarle la vida académica. Él tenía una rigurosa formación religiosa, que le impulsaba a sobrellevar de buen talante los infortunios que el destino le ponía al frente, ya que los consideraba designios del señor.
Era bastante irónico que esa criatura desafortunada cuya presencia evocaba alguna enfermedad degenerativa se llamara Remedios, nombre escasamente socorrido en su tiempo de escuela donde los motes abundaban y el profesorado la llamaba por apellido. Oír al muchacho llamarla por su nombre era percibido con musicalidad, era un elogio que llegaba casi al clímax cuando era precedido por una sonrisa, sonrisa de satisfacción por el trabajo concluido, la nota asegurada y el fin de semana libre, claro está. Ella lo idolatraba y lo seguiría hacia donde fuese, sea el cielo o el infierno, le importaba muy poco, pero ese calzoncillo consagrado tenía que ser suyo. El muchacho tenía otro plan de vida, en el que definitivamente no estaba incluida; si bien terminó los estudios sin sobresaltos su verdadera vocación versaba en la retórica y los cuentos infantiles. Fue, sin embargo, la necesidad la que lo empujaría a postular a una especialidad, ya que si bien consagraba su alma a Dios, no estaba dispuesto a asumir el voto de pobreza. Se sintió intrigado por una rama poco conocida de la medicina donde se usaban sustancias inestables y se exponía a los pacientes a los monstruosos detectores durante horas. Un halo de misterio envolvía, entonces, a dicha especialidad; ya que en esos tiempos las superpotencias estaban en el momento más álgido de la guerra fría, y vivían todo el tiempo con el dedo en el botón y con el pulso tembleque. El holocausto nuclear se sentía como un desenlace inevitable; era, entonces, menester enterarse de cómo iba eso de la radiación.
Remedios tenía los pies mejor afirmados sobre la tierra, conocía el lado más inclemente de la realidad y sabía que no era la mejor elección; considerando, además, que su untuoso currículo de años entre libros y soledades le daba enorme ventaja sobre el resto de estudiantes al momento de elegir; pero tenía el corazón desbocado y no renunciaría a lo más parecido que tuvo a la felicidad, y al contacto más íntimo que tendría con un varón no persuadido por el peculio.
No fue poca la sorpresa para él al ver a su costado, justo luego de firmar el contrato con el hospital a esa sonriente morsa albina con ansias poco disimuladas por sellar el vínculo entre él, ella y el hospital. Sobrexcitada, dejó escapar un "acepto" a la secretaria que leía las disposiciones del recinto, quien recordaría toda su vida la expresión demente en el rostro de esa gorda al voltearse para estrechar las manos y recibir el beso de su colega, quien no mucho antes había huido despavorido de aquella escena tan bizarra.
Culminando la especialidad ambos se incorporaron a trabajar en este mismo hospital, ya que entonces los especialistas no abundaban. La mujer cada vez más gorda y envilecida, afianzaba su presencia en el servicio que estaba diseñado a su medida: pequeño, asilado, con pocos o nadie con quien discrepar y con eventuales pupilos con quienes descargar sus iras contenidas y esgrimir su carácter autoritario, regodeándose en el charco de sus groseras y burlándose por momentos de la lógica elemental con sus arbitrariedades solo como para demostrarle al destino quien rió al final. Él, con los años, asumiría los votos de castidad en la cofradía que integraba desde su juventud con fe y convicción sinceras, pero con una lejana congoja por su poca suerte con las damas que, una vez más, identificaría como un designio del señor. Nunca se llegaría a enterar como fueron saboteadas todas y cada una de sus empresas amorosas por una mentecilla maquiavélica, quien en un insano empecinamiento trastornaría, con los recursos que fuese, toda posible relación incluidas las amistades cercanas, y doblegaría a las admiradoras con esa mirada afilada cargada de odio, hija de una obsesión virulenta. Ella asumió los votos de su compañero, a diferencia de lo que se podría esperar, con algarabía. Era consciente de las limitaciones de esa relación, así que estos votos solo mantendrían a raya a todas esas rameras impías, mientras ella continuaría viviendo su idilio silencioso y retorcido.
Solo necesitaba la jefatura del servicio para finalmente sentir que la vida le rendía cuentas de lo quitado, pero siendo las jefaturas del hospital donde laboraba un título vitalicio y con el actual jefe poco dispuesto a deshacerse del cargo, no le quedaba más que contener su frustración. Los presos aprenden a ser desconfiados, observadores y pacientes; y esta mujer, habiendo sido siempre rea de su propio destino, esperaría agazapada sin prisa y sin pausa el momento, su momento; el momento del desagravio, el momento de no temer sino ser temida, el sórdido placer de doblegar, de sonreír frente al miedo, de decidir según capricho, de que ese cuerpo contrahecho entre finalmente en sintonía con un espíritu pervertido.
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