miércoles, 29 de junio de 2011
De nuevo nada
Ayer los chicos de la casa y yo nos reunimos a merendar y a esas platicas interminables sin sentido que disfruto tanto. Ayer sin embargo sentí todo el andamiaje afectivo formulario, una foto en sepia de buenos momentos que no lo son tanto, de amigos de lugar y circunstancia algunos de los cuales en algún momento les profesé sincero afecto que hoy cuestiono.
domingo, 19 de junio de 2011
Suerte ¿?
Llegue presuroso, culminadas mis labores matutinas en consultorio y antes de mi penúltima guardia, a la oficina de extranjería para firmar y poner mi huella digital, no habiendo leído todo el documento de citación, donde además me pedían las fotografías y el pago de un importe.
Luego de ser expectorado por una amable funcionaria burócrata, pagué dicho importe en el banco y, ya que ese día por la mañana extrañamente no hubo agua caliente en casa y llevaba a cuestas todos mis implementos de aseo personal para acicalarme en el hospital, regrese al departamento para ponerme presentable en la foto de mi documento renovado.
Ya había agua caliente.
Impecablemente vestido de la cintura hacia arriba (más que suficiente para una foto tamaño pasaporte), me apresuré a abordar una de esas cabinas fotográficas automáticas que suelen tener mejores aptitudes artísticas y mayor refinamiento que los fotógrafos de estudio. Estaba ocupada, así que tuve que esperar un poco. A los pocos minutos se acercó a la cabina un tipo menudo, barbado y de lentes oscuros, a quien de inmediato ponderé como para sacarlo a puntapiés si me adelantaba en el turno. Sin embargo, él me dijo cortésmente que era el técnico encargado de dicho aparatejo y que lo tendría a punto en segundos. Y en efecto, luego de mil docientos segundo que demoró su revisión se tomó una foto de prueba y se aprestó a retirarse. Me acerqué con una granputeada entre dientes cuando aquel tipo me dijo que solo presione el botón verde, que las fotos iban de cortesía por la espera, yo por supuesto agradecí.
Arribé nuevamente a la oficina de extranjería; estaba plagada de gente y yo absolutamente fuera de mi horario de cita. Llegado mi turno me senté frente a otra alegre funcionaria quien miraba pasmada la turba multicolor de rumanos, moldavos, colombianos, norafricanos, chinos, dominicanos, ecuatorianos y peruanos hacinados en la sala de espera que acudían para regularizar su situación parasitaria dentro de un sistema en bancarrota.
Apenas digitado mi nombre el sistema informático colapsó, la sonrisa de la funcionaria se borró e hizo lo que todo burócrata que se respete haría en dicha situación: repetir invariablemente un mismo proceso una y otra vez esperando que las respuesta del sistema sea distinta en algún momento. Ver el obstinamiento con el que apretaba una sola tecla de su teclado creyendo quizá que así aceleraría el procesamiento de datos me recordaba a los hamsters en una noria o a un perro persiguiéndose la cola.
Finalmente y luego que citar en otra fecha a algunos desafortunados, el sistema volvió a funcionar. Firmados los papeles y colocada la huella me citaron en un mes y medio para recoger mi documento. Nadie se percató en la barahúnda de mis 3 horas de restraso a la citación.
Me fui rumbo al hospital, tuve tiempo suficiente para almorzar y hacer una breve siesta en el cuarto de residentes.
Pudo ser un día horrible ese jueves, dependiendo la perspectiva del observador.
Hoy decidí ser optimista.
Luego de ser expectorado por una amable funcionaria burócrata, pagué dicho importe en el banco y, ya que ese día por la mañana extrañamente no hubo agua caliente en casa y llevaba a cuestas todos mis implementos de aseo personal para acicalarme en el hospital, regrese al departamento para ponerme presentable en la foto de mi documento renovado.
Ya había agua caliente.
Impecablemente vestido de la cintura hacia arriba (más que suficiente para una foto tamaño pasaporte), me apresuré a abordar una de esas cabinas fotográficas automáticas que suelen tener mejores aptitudes artísticas y mayor refinamiento que los fotógrafos de estudio. Estaba ocupada, así que tuve que esperar un poco. A los pocos minutos se acercó a la cabina un tipo menudo, barbado y de lentes oscuros, a quien de inmediato ponderé como para sacarlo a puntapiés si me adelantaba en el turno. Sin embargo, él me dijo cortésmente que era el técnico encargado de dicho aparatejo y que lo tendría a punto en segundos. Y en efecto, luego de mil docientos segundo que demoró su revisión se tomó una foto de prueba y se aprestó a retirarse. Me acerqué con una granputeada entre dientes cuando aquel tipo me dijo que solo presione el botón verde, que las fotos iban de cortesía por la espera, yo por supuesto agradecí.
Arribé nuevamente a la oficina de extranjería; estaba plagada de gente y yo absolutamente fuera de mi horario de cita. Llegado mi turno me senté frente a otra alegre funcionaria quien miraba pasmada la turba multicolor de rumanos, moldavos, colombianos, norafricanos, chinos, dominicanos, ecuatorianos y peruanos hacinados en la sala de espera que acudían para regularizar su situación parasitaria dentro de un sistema en bancarrota.
Apenas digitado mi nombre el sistema informático colapsó, la sonrisa de la funcionaria se borró e hizo lo que todo burócrata que se respete haría en dicha situación: repetir invariablemente un mismo proceso una y otra vez esperando que las respuesta del sistema sea distinta en algún momento. Ver el obstinamiento con el que apretaba una sola tecla de su teclado creyendo quizá que así aceleraría el procesamiento de datos me recordaba a los hamsters en una noria o a un perro persiguiéndose la cola.
Finalmente y luego que citar en otra fecha a algunos desafortunados, el sistema volvió a funcionar. Firmados los papeles y colocada la huella me citaron en un mes y medio para recoger mi documento. Nadie se percató en la barahúnda de mis 3 horas de restraso a la citación.
Me fui rumbo al hospital, tuve tiempo suficiente para almorzar y hacer una breve siesta en el cuarto de residentes.
Pudo ser un día horrible ese jueves, dependiendo la perspectiva del observador.
Hoy decidí ser optimista.
lunes, 13 de junio de 2011
ARPÍA
Cuando la gente padece maltratos, burlas, humillaciones, entre otras vejaciones, suele reaccionar de dos formas: romper la cadena y procurar evitar al prójimo el sufrimiento recibido o, la opción amplísimamente preferida: desbordar toda la saña contenida sobre aquellos a quienes por fuerza o jerarquía puedan aplastar.
Hace muchisimos años un día lluvioso, trajo la cigüeña al hogar de un humilde sastre una pequeña niña, toda rubia, de cabello ensortijado, ojos verdes como el prado húmedo de una mañana de primavera y apetitosos mofletes que eran la delicia de sus padres. El matrimonio bendecido desbordaba en felicidad, nadie era indiferente al brillo dorado de aquellas crines y al embrujo encandilado de una sonrisa casi desdentada; sus paseos eran una procesión de curiosos que se atropellaban para ver la belleza deslumbrante que acompañaría sus primeros pasos. Fue, sin embargo, la misma naturaleza caprichosa que la dotó de tantos dones la que sistemáticamente los fue corrompiendo, pasando de una gordura graciosa a una obesidad grotesca, de unas mejillas sonrosadas al rojo inflamado del acné complicado; sus ojos cetrinos, quizá el último baluarte estético de ese rostro estragado se ocultarían tras gruesas lentes de relojero, y a su comisura labial la bordaría una poco sutil mata de cerdas rubias.
Los seres humanos somos inclementes con las diferencias, mucho más cuando niños; aprovechando la coyuntura para desmitificar la frese de que "no hay niño malo", pues los hay, y de muy mala entraña. La criatura fue enviada por los padres a un colegio de monjas a las afueras de pueblo para evitar el escarnio y las burlas de los niños. Gran error, pues las niñas, más aún potenciadas dentro de un ambiente represivo de triple moral como es el mundo de las monjas, pueden tener una crueldad siniestra, destructiva e inmisericorde. Excluida siempre de cada grupo se empeñó en destacar académicamente, levantando la mano para emitir comentarios solemnes que a nadie (incluyendo los profesores) le interesaba oír, o con la respuesta en la punta de la lengua a toda pregunta de clase, sacudiendo su brazo gordo con un torpe entusiasmo; hecho que no motivó las mejores simpatías entre sus compañeras. En los grupos de trabajo era ignorada adrede solo para enfurecerla, sus temidas salidas hacia el pizarrón eran acompañadas de un cortejo de gruñidos o mugidos cunado no era directamente llamada puerca; era sospechosa de cada flato o hediondez, cuando no automáticamente inculpada sin tribunal ni defensa. Ella lo aborrecía, aborrecía a sus compañeras que miraban entre sonrisas socarronas y comentarios susurrados sus ropas retocadas para albergar sus carnes exageradas; a las monjas, que en clase de matemática la ubicaban en el conjunto unitario de gorditas rubias y con lentes; a sus padres, antes rendidos a su candor y ahora repugnados por esa nefasta metamorfosis. Estudiaba obsesivamente, quería ser médico para ser respetada, para ser admirada. Culminó la secundaria aplaudida sin entusiasmo por las alumnas prestas a irse a la fiesta de fin de curso, a la que, por supuesto, no sería invitada; o, como ya en otras ocasiones, lo sería, pero en dirección a un lote baldío o a la calle de los yonquis, paraje nefasto donde su repelente apariencia y no la del santo que traía colgado en el cuello y que mordisqueaba con vehemencia al sentirse en peligro, la mantendría a salvo de los apetitos carnales de los parroquianos. Ingresó a la facultad de medicina de la universidad local, lugar donde se sentiría más a gusto, su carácter hostil y explosivo no la hacían muy popular entre el cuerpo estudiantil, pero al menos era ignorada. Había logrado un remanso en su vida luego de esos interminables años de escuela, hasta aquel día nefasto en que se le cruzó aquel chico alto que saludaba a todos con simpatía. Esto era algo para ella tan ajeno, tan nuevo que simplemente lo sintió con romántica deferencia. La cruel naturaleza volvía a ensañase con la criatura extraña quien tuvo, de pronto, un violento pulso hormonal brotado de esos ovarios como racimos de uvas, de esa hipófisis adormilada; señales químicas a las cuales no se había enfrentado antes y que no comprendía ya que a esas alturas eran pocos los sentimientos de afecto que sabía procesar. A partir de entonces y para siempre la imagen ese muchacho brotaría recurrente con cada pensamiento y su sola presencia casi doblegaría ese corazón amargado. La pobre mujer estaba enamorada, con un sentimiento obstinado, infatigable y absurdo; y es así como año tras año procuraría sumarse a cada comisión de trabajo, cada grupo de estudio, cada hora del almuerzo, cada momento y lugar donde Julio estuviera presente. El muchacho que, si bien se sentía invadido por ese esperpento impertinente que a cada momento se le aparecía con esa mueca desquiciada que era su sonrisa, no podía evitar sentir cómodamente como su voraz empecinamiento la empujaba a hacer siempre la parte de los trabajos que correspondía a ambos, y siendo naturalmente tolerante y conciliador, optó por superar las arcadas que al principio le producía saludarla y tener que soportar sus conversaciones interminables, su verborrea atropellada y sus tópicos recargados en detalles insulsos, a cambio de allanarle la vida académica. Él tenía una rigurosa formación religiosa, que le impulsaba a sobrellevar de buen talante los infortunios que el destino le ponía al frente, ya que los consideraba designios del señor.
Era bastante irónico que esa criatura desafortunada cuya presencia evocaba alguna enfermedad degenerativa se llamara Remedios, nombre escasamente socorrido en su tiempo de escuela donde los motes abundaban y el profesorado la llamaba por apellido. Oír al muchacho llamarla por su nombre era percibido con musicalidad, era un elogio que llegaba casi al clímax cuando era precedido por una sonrisa, sonrisa de satisfacción por el trabajo concluido, la nota asegurada y el fin de semana libre, claro está. Ella lo idolatraba y lo seguiría hacia donde fuese, sea el cielo o el infierno, le importaba muy poco, pero ese calzoncillo consagrado tenía que ser suyo. El muchacho tenía otro plan de vida, en el que definitivamente no estaba incluida; si bien terminó los estudios sin sobresaltos su verdadera vocación versaba en la retórica y los cuentos infantiles. Fue, sin embargo, la necesidad la que lo empujaría a postular a una especialidad, ya que si bien consagraba su alma a Dios, no estaba dispuesto a asumir el voto de pobreza. Se sintió intrigado por una rama poco conocida de la medicina donde se usaban sustancias inestables y se exponía a los pacientes a los monstruosos detectores durante horas. Un halo de misterio envolvía, entonces, a dicha especialidad; ya que en esos tiempos las superpotencias estaban en el momento más álgido de la guerra fría, y vivían todo el tiempo con el dedo en el botón y con el pulso tembleque. El holocausto nuclear se sentía como un desenlace inevitable; era, entonces, menester enterarse de cómo iba eso de la radiación.
Remedios tenía los pies mejor afirmados sobre la tierra, conocía el lado más inclemente de la realidad y sabía que no era la mejor elección; considerando, además, que su untuoso currículo de años entre libros y soledades le daba enorme ventaja sobre el resto de estudiantes al momento de elegir; pero tenía el corazón desbocado y no renunciaría a lo más parecido que tuvo a la felicidad, y al contacto más íntimo que tendría con un varón no persuadido por el peculio.
No fue poca la sorpresa para él al ver a su costado, justo luego de firmar el contrato con el hospital a esa sonriente morsa albina con ansias poco disimuladas por sellar el vínculo entre él, ella y el hospital. Sobrexcitada, dejó escapar un "acepto" a la secretaria que leía las disposiciones del recinto, quien recordaría toda su vida la expresión demente en el rostro de esa gorda al voltearse para estrechar las manos y recibir el beso de su colega, quien no mucho antes había huido despavorido de aquella escena tan bizarra.
Culminando la especialidad ambos se incorporaron a trabajar en este mismo hospital, ya que entonces los especialistas no abundaban. La mujer cada vez más gorda y envilecida, afianzaba su presencia en el servicio que estaba diseñado a su medida: pequeño, asilado, con pocos o nadie con quien discrepar y con eventuales pupilos con quienes descargar sus iras contenidas y esgrimir su carácter autoritario, regodeándose en el charco de sus groseras y burlándose por momentos de la lógica elemental con sus arbitrariedades solo como para demostrarle al destino quien rió al final. Él, con los años, asumiría los votos de castidad en la cofradía que integraba desde su juventud con fe y convicción sinceras, pero con una lejana congoja por su poca suerte con las damas que, una vez más, identificaría como un designio del señor. Nunca se llegaría a enterar como fueron saboteadas todas y cada una de sus empresas amorosas por una mentecilla maquiavélica, quien en un insano empecinamiento trastornaría, con los recursos que fuese, toda posible relación incluidas las amistades cercanas, y doblegaría a las admiradoras con esa mirada afilada cargada de odio, hija de una obsesión virulenta. Ella asumió los votos de su compañero, a diferencia de lo que se podría esperar, con algarabía. Era consciente de las limitaciones de esa relación, así que estos votos solo mantendrían a raya a todas esas rameras impías, mientras ella continuaría viviendo su idilio silencioso y retorcido.
Solo necesitaba la jefatura del servicio para finalmente sentir que la vida le rendía cuentas de lo quitado, pero siendo las jefaturas del hospital donde laboraba un título vitalicio y con el actual jefe poco dispuesto a deshacerse del cargo, no le quedaba más que contener su frustración. Los presos aprenden a ser desconfiados, observadores y pacientes; y esta mujer, habiendo sido siempre rea de su propio destino, esperaría agazapada sin prisa y sin pausa el momento, su momento; el momento del desagravio, el momento de no temer sino ser temida, el sórdido placer de doblegar, de sonreír frente al miedo, de decidir según capricho, de que ese cuerpo contrahecho entre finalmente en sintonía con un espíritu pervertido.
martes, 7 de junio de 2011
ME LARGO
Hace exactamente un año cogí las maletas y me aventuré a mi segundo viaje trasatlántico, me instalé en un sofá y me fui al Hospital al que mis magras calificaciones pudieron acceder. Llegue entonces a un servicio lleno de peruanos, claro, de residentes peruanos, porque no hace mucho que me enteré que en Cantabria no se contratan médicos extranjeros ya desde hace varios años.
No quiero ser redundante porque hace algún tiempo hable al respecto, pero la cosa es que bastaron un par de semanas para comprender que había caído en un mal sitio, que la gente que me rodeaba no me quería, y por supuesto, yo no los quería a ellos, y que tenía que huir pronto de ese lugar en salvaguarda de mi salud mental.
Me sobrepuse a los primeros embates de todos contra uno, incluidos cuchicheos en los pasillos y desplantes de una adjunta obesa, bigotona, miserable; ama y dueña de la verdad, empeñada en hacer medicina interna desde un monitor y obstinada en controlar todo y a todos a su alrededor, y de quien me encargaré desmenuzadamente quizá en mi próximo post.
Una vez más mi consabida rebeldía no fue mi mejor aliada, pero no tenía ya mucho dinero, y ya estaba consumido emocionalmente luego de abandonar las cosas que mas quiero y reconciliarme con mi soledad, de quien procuro huir, sin mucho éxito, desde la adolescencia; así que a tolerar, y si se puede, a aprender alguna cosa en el proceso.
Ahora ya con las arcas medio llenas y con un rótulo de indeseable destellándome en la frente, apenas atravieso las puertas del servicio, cuento los días de fuga. Si bien antes de mis vacaciones en Perú donde el afecto me resultó algo extraño, casi como un vago recuerdo al que me acostumbre de inmediato, me había comenzado ha habituar a ese entorno hostil de mi servicio y a ganarme un lugar dentro de la jauría; de regreso estaba seguro que no quería volver ahí. En mi viaje de retorno al Gulag había unas ideas parásitas revolviéndome los sesos de las cuales llegue a dos rotundas conclusiones: 1.- Prefiero trabajar en una posta en la punta de un cerro en mi país que dedicarme toda la vida a esto; y 2.- No podré pasar cuatro años de residencia entre esta gentuza sin envenenar a alguien.
Parto en Julio para Madrid, casi después de presentar una comunicación en el congreso de Bilbao, para el cual me vengo entrenando para eludir cada tomate, piedra o escupitajo que parta desde la audiencia.
Ata logo, Santander
No quiero ser redundante porque hace algún tiempo hable al respecto, pero la cosa es que bastaron un par de semanas para comprender que había caído en un mal sitio, que la gente que me rodeaba no me quería, y por supuesto, yo no los quería a ellos, y que tenía que huir pronto de ese lugar en salvaguarda de mi salud mental.
Me sobrepuse a los primeros embates de todos contra uno, incluidos cuchicheos en los pasillos y desplantes de una adjunta obesa, bigotona, miserable; ama y dueña de la verdad, empeñada en hacer medicina interna desde un monitor y obstinada en controlar todo y a todos a su alrededor, y de quien me encargaré desmenuzadamente quizá en mi próximo post.
Una vez más mi consabida rebeldía no fue mi mejor aliada, pero no tenía ya mucho dinero, y ya estaba consumido emocionalmente luego de abandonar las cosas que mas quiero y reconciliarme con mi soledad, de quien procuro huir, sin mucho éxito, desde la adolescencia; así que a tolerar, y si se puede, a aprender alguna cosa en el proceso.
Ahora ya con las arcas medio llenas y con un rótulo de indeseable destellándome en la frente, apenas atravieso las puertas del servicio, cuento los días de fuga. Si bien antes de mis vacaciones en Perú donde el afecto me resultó algo extraño, casi como un vago recuerdo al que me acostumbre de inmediato, me había comenzado ha habituar a ese entorno hostil de mi servicio y a ganarme un lugar dentro de la jauría; de regreso estaba seguro que no quería volver ahí. En mi viaje de retorno al Gulag había unas ideas parásitas revolviéndome los sesos de las cuales llegue a dos rotundas conclusiones: 1.- Prefiero trabajar en una posta en la punta de un cerro en mi país que dedicarme toda la vida a esto; y 2.- No podré pasar cuatro años de residencia entre esta gentuza sin envenenar a alguien.
Parto en Julio para Madrid, casi después de presentar una comunicación en el congreso de Bilbao, para el cual me vengo entrenando para eludir cada tomate, piedra o escupitajo que parta desde la audiencia.
Ata logo, Santander
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