sábado, 4 de septiembre de 2010

Don Enrique


Tengo piedras en el riñón. Hay quien tiene corazón de piedra o nervios de acero, pues bien, yo tengo piedras en el riñón, unas pequeñitas que cuando se les ocurre desprenderse de la pelvis donde se gestan da la impresión de que andan con espuelas y que arrastran un arado a lo largo del uréter por el dolor obsceno que producen, que ni una escena de sexo entre Laura Bozzo y Hugo Chavez podría ser tan desagradable.
Mis riñones se empeñan en producir estas piedrecillas, así que tengo que beber agua, mucha. Y acá estoy, al costado del grifo de la cocina hidratándome, mirando el vacío y sintiéndome algo vacío para no desentonar. Entra entonces un hombretón medio calvo, canoso y sonriente, y me saluda sin mesura. A decir verdad me sorprende llegar a la conclusión que no he tomado agua como se que tengo que hacerlo sino hasta estas últimas noches y casi calculando la coincidencia.
Dibujo entonces una sonrisa, que esta vez no es impostada y escucho un ameno monologo. La marcada sordera de Don Enrique hace difícil alguna horizontalidad en nuestra charla, pero disfruto tanto de su compañía que me he llegado a adaptar, a dejar mi papel de hablantín florido y pomposo y a escuchar sonriente y callado. Llega muy de noche complacido con la vida casi gritándolo todo sin perder su donaire de caballero de antaño, yo me limito a bramar monosílabos para encausar en lo que se pueda la conversación, pero es como encausar a los Toros durante el encierro de San Fermin. Es un vendaval de anécdotas que dibujan una España familiar, vibrante y llena de matices, de un encanto señorial y decadente que el paso a la modernidad y el tsunami de inmigrantes han ido restándole identidad.
Desde la muerte de su esposa, estando él ya jubilado se la pasa viajando solo, no quiere ser un viejo que se acomoda con la muerte en su poltrona abrigado con frazadas tejidas de recuerdos, es del tipo de viejos bragados que se encontrarán con la parca de pie y mirándole a la cara, con una hoja de vida lustrosa, bien vivida.
La gente vieja, en su mayoría me despierta desconfianza. No creo en eso de las abuelitas encantadoras ni del viejecillo tierno, la mayoría son viejos y viejas mañosos que se han adaptado a la fragilidad de su cuerpo, fingen a menudo para manipular y conocen demasiado la condición humana y el mundo como para ser confiables.
A sus 83 otoños Don Enrique es vital y alegre. No se conmueve con su condición de viejo solitario, se acomoda a la circunstancias y vive ávidamente. Me cuenta que "conoció a una señora muy maja con quien sale a bailar bailes de salón y a tomar café... pero con mucho respeto, y cuando el día hace bueno viene bien un paseo el los botes aparcados en el muelle". Fiel al recuerdo de su difunta compañera, jamás menciona algo más que amistad con la señora maja, pero esos bríos y ese ímpetu pueril solo pueden brotar del los desvaríos de amor.
Cada día posponemos la partida de ajedrez pactada desde que llego a la posada, le apasiona el ajedrez y es quizá lo que más extraña de Madrid donde pasaba tardes enteras disputando el reino del contrincante, donde un parroquiano repartidor de periódicos solía devolver la ruma integra de diarios luego de pasarse la tarde entera discutiendo alguna jugada controvertida. Rechaza todos mis bocadillos pero no deja de ofrecerme las sardinas, anchoas, chorizos, panes y ensaladas que devora cada noche. No tengo corazón para cuestionar sus hábitos dietéticos. Igual no me escucharía, y no lo digo figurativamente.
Cada semana espero un día apropiado para invitarle un café, o dos o tres, o una copa de vino para oírle narrar la vida del mundo cuando Europa despertaba tras la guerra, o cuando Franco perseguía a los librepensadores; pero se que para eso tendría que posponer uno sus diarios paseos con la maja, algo absolutamente desterrado de los planes de Don Enrique, un hecho impensable en un caballero que vive el presente con toda la intensidad que su frágil cuerpo le permite; empeñado a robarle las últimas sonrisas a la maja, a tomar el fresco en el Paseo Burgos ignorando su artrosis, a enseñarme que hay vida por allá fuera y que se puede ser feliz, a ser mi amigo hasta que su viejo reloj deje de latir.